Los suicidas de Coronel Boerr
- Beto Suárez
- 24 nov 2018
- 3 Min. de lectura

“Con frecuencia, para entender la lógica destructiva de lo social,
el sujeto privado debe inferir la existencia de un complot”
R. Piglia
La vieja casona Doctor Juan Menéndez, de aire señorial, mantenía aun la fachada intacta. A orillas del descolorido boulevard, ocupaba un lugar significativo en el pueblo, imponiéndose a la comisaría, a la escuela, y hasta a la iglesia, que no eran entonces sino estructuras obsoletas. Como el resto de las casas, almacenes y bares, también las viejas estructuras municipales descansaban en una pesada quietud, abandonadas, como devoradas por el tiempo, como si algo las hubiese detenido para siempre en un instante. Las calles en donde alguna vez caminaron los habitantes de Coronel Boerr eran ahora ríos de aire, polvo y hojarasca; sus edificios, habitaciones vacías sólo animadas por el recuerdo.
Sin embargo ese recuerdo se iba extinguiendo también.
Se refugiaba en un montoncito de gente apilada en el hall de la casona Menéndez, figuras deambulantes, de aire fúnebre, que daban vueltas alrededor de sus pilares y descascaradas paredes. Eran los únicos habitantes del pueblo que aun quedaban, y en ellos perduraba el deseo ardiente de ver a Coronel Boerr sobrevivr. Bajo las sombras del interior iban de un lado a otro, quedamente; a veces apresuraban el paso, de golpe algún impulso frenético, un súbito alto, y continuaban caminando mientras sus figuras se entrecruzaban y se recortaban dentro de los viejos muros corroídos por la indolencia. Al caer el sol salían a transitar las calles del pueblo, siempre con el mismo destino: a veces, la luz de la luna ayudaba a descifrar a aquellos caminantes incansables que noche tras noche, peregrinaban en completo silencio hacia la olvidada estación de Boerr.
Hacía tiempo que el ferrocarril había abandonado a su suerte a los pueblos de la zona.
Las continuas quejas y reclamos no alcanzaron para remediar la falta de iniciativas, las administraciones falaces, los presupuestos que se perdían por el agujero insondable de la burocracia, y Boerr se vio obligado a disgregarse, hasta desaparecer. Todos marcharon, salvo aquellos que habitaban el pabellón de suicidas de la casona Menendez. Se negaban a abandonar el pueblo sin trenes; no comprendían, no querían comprender esos simpáticos suicidas que el ferrocarril había suspendido su recorrido, y noche tras noche se asomaban, con esperanza tenaz, a las oxidadas vías, anhelando ver la locomotora que acabara con sus angustias y sufrimientos.
Un suicida es ante todo un renegado. Descubre el complot que la sociedad trama para controlar a los individuos y hurga un plan brillante: burlar a la vida. El tren viene entonces a dar una respuesta convincente, visceral, a su plan. El suicida y el tren, dicen, son como cierto tipo de amantes, almas seducidas por lo platónico que cuando no logran juntarse acaban la vida tristemente, amargamente: con una pareja fastidiosa, o con un grotesco décimo piso.
Todas las noches, los del pabellón de suicidas repetían el ritual, esperando aquella máquina salvadora. Pero nada, el tren no aparecía, y los suicidas de Coronel Boerr volvían caminando, despacito, encorvados de tristeza, hacia la vieja casona Menéndez. La ausencia impertinente del ferrocarril alargaba la espera, que es otro tipo de muerte, aunque lenta, desoladora, ordinaria. Suicidas de Vilela, Cacharí, Hinojo, Las Martinetas, se les fueron acercando. Todos ellos con el mismo problema, con la misma trágica ausencia.
El tiempo fue pasando y Coronel Boerr tomó tintes de leyenda. Algunos dicen que la casona Menéndez nunca existió, otros, que no tenía pabellón de suicidas. Hay quienes afirman que es un pueblo abandonado y que la de los suicidas es una historia para asustar a los pibes de los alrededores. Todos, sin embargo, están de acuerdo en algo: que ya no hay forma de llegar a Boerr, y que los fantasmas, si los hay, se han adueñado del pueblo, donde esperan que la vuelta del ferrocarril los libere.
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