La máquina del tiempo
- Beto Suárez
- 1 jun 2018
- 4 Min. de lectura

“MACABRO HALLAZGO EN SAN TELMO
Descubren una pareja de ancianos muertos en un departamento del barrio porteño de San Telmo. De acuerdo a la Fiscalía de la Ciudad, las primeras pericias señalan que el hombre, cuyas razones aún se desconocen, habría asesinado a su mujer y luego se habría quitado la vida.
La policía de la ciudad allanó la vivienda luego de que los vecinos realizaran insistentes denuncias al 911 por olores nauseabundos provenientes de la casa. Fuentes de la Fiscalía confirmaron el hecho y, aunque no trascendieron más detalles, todo parece indicar que se trató de un crimen premeditado”.
Habían pasado ya ochenta años. Más de tres cuartos de siglo transcurrieron desde que dos vidas se hubieron fusionado en una. Cientos de reproches, de desencuentros y represiones; también de caricias, y de algunos te amo. Y después de tanta vida, aún lograba perdurar en sus miradas ese fulgor extraño que muchos llaman amor. Sus rostros se les presentaban difusos tras los años que pasaron. Sus voces no eran del todo claras, pero se sabe cuán innecesarias e inútiles se vuelven las palabras para entender. Su único hijo había marchado ya. Se encontraban solos, como cuando aun eran amigos.
En la penumbra del hogar se percibía el aroma del ritual, una especie de comunión que sólo ellos comprendían. No intentaron buscar nada nuevo, o que valiera la pena ver en aquel cuadrado aparato. El tocadiscos sin embargo aún funcionaba transportándolos al oscuro muelle de los arrabales, al perdurable tango del Sur. El joven Troilo entonaba sus virtudes, diestras melodías acaso sólo para ellos. Y como hacía ochenta años, tomados de la mano, se abandonaron una vez más al compás de aquel sonido.
Afuera las sombras de la noche comenzaban a emerger; adentro el cálido hogar lamía con el dorado de sus llamas las viejas paredes de la habitación. Afuera el ruido abrumador de una ciudad enardecida envolvía los edificios; adentro el joven Troilo acariciaba sus oídos de esplendor. Tomados de la mano, volvían a ser uno. Ya no sentían al tiempo transcurrir, sino retroceder ante sus párpados cerrados, ante sus labios entreabiertos que con nostalgia y dulzura revivían recuerdos: aquel día en que por primera vez cruzaron mirada; el tímido balbucir de palabras nerviosas, cual si fueran adolescentes, aunque cruzaban ya los veinte; las horas en las perdurables milongas en el club del barrio. En ese instante, recordaban una noche en especial, porque a pesar de que el barrio se había convertido en otro, y que del club no quedaba ni el nombre, la melodía que los transportaba hacia entonces era la misma.
Su único hijo había marchado ya. Sólo eran ellos. Tal vez ese hecho disolvió el desencuentro tan habitual que emerge entre dos personas tanto tiempo juntas. Tal vez, creían, aquel hecho alejó la costumbre, prescribió al tedio. Lo cierto es que ahora, y como entonces, el embriagador sonido del Sur de Troilo y Manzi los preparaba para una aventura desconocida: si antes fue encarar la vida juntos, ahora, danzaban en la penumbra dispuestos a cruzar juntos el umbral de la realidad. ¿Por qué esperar a que les sea arrebatada tanta plenitud, tanto recuerdo, tanta vida? Sus decisiones, a veces dispares, bifurcadas, en evidente conflicto, no dejaron de vincularse en el tiempo, de intentar ser siempre una, era lógico pensar que su destino sea también uno. A menudo habían alentado en su interior la voluntad terrible de no sobrevivir a la muerte del otro; a menudo divagaban en la idea que de tener una segunda vida, desearían vivirla juntos. No adolecían de aquella construcción platónica del uno hecho de dos. Les gustaba la idea; tal vez le fue gustando con el tiempo, es decir, con el dolor.
Tomados de la mano, los perpetuos amantes vulneraron las barreras de lo comprensible. No veían con claridad se ha dicho; es que existe entre cierto tipo almas, una sensación, una especie de sexto sentido que se abre paso a través de una grieta abierta en la cáscara de lo cotidiano, de esa rasgadura en los pliegues de la gastada ropa del tiempo, y que los conduce juntos, en completo reencuentro, al final de la travesía. Ellos no deseaban imponerse al destino; sólo que ochenta años era mucho tiempo para abandonar al otro. Era un escándalo que algo tan efímero como una enfermedad los separara, pensaba él. Le resultaba inconcebible dejarla marchar, sola, cuando habían estado tanto tiempo juntos.
Se recostaron, uno al lado del otro. Mientras tanto, el imperecedero bandoneón entonaba su hermosa, melancólica cadencia en el tocadiscos, en aquella verdadera máquina del tiempo. Una lágrima escapó y se deslizó hasta el almohadón; la dócil caricia recogió una parte de ella de la mejilla. En una mano dos pequeñas circunferencias blancuzcas. El vaso de agua en la inmediata mesa de luz, alcanzaría para ambos. No esperaban ser comprendidos, tal vez sólo por su hijo. Pero él había marchado ya. Y como ochenta años antes se embarcaron juntos en la aventura de la vida, ahora, con lágrimas en los ojos pero juntos aún, se disponían a cruzar el umbral de la realidad. La aguja del tocadiscos por fin concluyó su labor, y si en el pasado había augurado esperanzas y dichas venideras, ahora los conducía mediante recuerdos y nostalgias al tiempo en que vivirían juntos para toda la eternidad.
Su único hijo, que había marchado ya, los esperaba del otro lado.
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