Quiroga y el cuento clásico. Entre la naturaleza y la técnica, la muerte
- Beto Suárez
- 1 jul 2017
- 6 Min. de lectura
“Quiroga nos enseñó la selva: no quiero decir que la describió, quiero decir que nos la reveló. No como paisaje sino como geografía espiritual”
Abelardo Castillo
“Un cuento siempre cuenta dos historias” (Piglia, Tesis). La sentencia de Piglia contiene la fuerza de un axioma. Sabemos ya que en Tesis sobre el cuento, Piglia hará una interesante diferenciación entre el cuento clásico y el moderno. Mientras de los últimos destaca la importancia que ha de tomar lo no dicho, en tanto abandona el final sorpresivo y lo reemplaza por un final inacabado, que nunca se resuelve, dirá que la fuerza del clásico consiste en saber cifrar la historia dos en los intersticios de la uno. Así, la característica primera de ellos será aquel hilo conductivo que durante la narración irá dejando “pistas”, herramientas fragmentarias que usará el autor para generar ese golpe “knock out” cortazariano, ese punto de giro; una especie de reloj, en donde el narrador expondrá

hábil sus estrategias y las hará encastrar en una suerte de máquina perfecta, y donde los rasgos fundamentales del cuento –intensidad, armonía, tensión– provocarán de forma inevitable el clímax, ese elemento sorpresa, al develarse lo que permanecía en las sombras. Entonces, el cuento clásico, narrado de un modo elíptico, fragmentario, va ocultando temporalmente datos, para crear expectativa y suspenso, y ese dato escondido (que Vargas Llosa llamará en hipérbaton), o esa descolocación de datos, será la característica fundamental de este tipo de narrativa breve.
Sin embargo, y de acuerdo a esta postura de que “el arte del cuentista es cifrar con maestría la historia dos”, cada autor encontrará su manera de velar esa segunda historia.
En los cuentos de Horacio Quiroga, por ejemplo La miel silvestre y El hombre muerto, observamos la siguiente modalidad. En el primero las dos historias irán paralelas, hasta el final, en donde la historia uno quedará cerrada (dejando un margen casi inexistente a interpretaciones subjetivas –teniendo en cuenta a Mastronardi en eso de que “no tenemos lenguaje para los finales, que quizá ese lenguaje exija la total abolición de otros lenguajes”) y la dos se impondrá avasallante, pues lo que en el relato uno parece incidental en el otro es fundamental. La historia dos no es misteriosa, solo supone la lucha de dos mundos. “Un cuento siempre cuenta dos historias”, decía Piglia, y estas dos historias están aquí caracterizadas por dos mundos: el de la ciudad y el del campo, lo extranjero y lo autóctono, por qué no, el enfrentamiento entre la naturaleza y la técnica.
En La miel silvestre, a la versión citadina de la selva como un ambiente atrasado, incivil, opone Quiroga su historia de cazador cazado. Avasallar a la naturaleza, no será para él consecuencia ya de un mero deseo, sino la canalización de un deber: “Pero así como el soltero que fue siempre juicioso, cree su deber, la víspera de sus bodas, despedirse de la vida libre con una noche de orgía en compañía de sus amigos, de igual modo Benincasa quiso honrar su vida aceitada con dos o tres choques de vida intensa”. Si lo civilizado en tanto ciudad reposa en la idea, en el deber de domar, de conquistar la naturaleza, Quiroga intentará demostrar cómo el mundo elemental no dejará domarse, adquiriendo una unidad en su forma confusa.
La historia uno es muy sencilla, pero advierte: un hombre, Benincasa, va la selva, intenta dar caza a una fiera, pero su desconocimiento del medio que lo rodea lo transforma de victimario a víctima, y muere por imprudencia e impericia. Dos días después de haber desaparecido, es encontrada la osamenta de su cuerpo devorado por hormigas.
Hasta acá los hechos.
La historia dos sale entonces a la superficie, se deja ver en su completa magnitud. La selva deja de ser un conjunto heterogéneo para transformarse en una unidad viviente: “el monte crepuscular y silencioso lo cansó de pronto”, dirá Quiroga. El monte encuentra una estrategia para cazar al desdichado Benincasa; a las herramientas y a la técnica de la civilización (las botas, el Winchester) la selva opondrá sus propias armas, que revelan el “saber hacer” citadino como algo inútil. Le tiende una trampa, un anzuelo, que es la miel, y lo corrige de su error capital de adentrarse en un lugar que le es ajeno: suelta entonces la corrección, y la voracidad hará el resto. El clímax está representado aquí donde confluyen esas dos historias, en este caso, estos dos mundos.
Varios pasajes utilizará Quiroga para crear un clima de perplejidad, de desconcierto, jugando con el lector. Comprende bien la idea de vacilación como elemento fundamental de lo fantástico. La realidad se tuerce, se pervierte, se reforma, y es en ese encontrar nuevas formas donde se descubre en Quiroga lo fantástico. Dirá Todorov al respecto: “he aquí la fórmula que resume el espíritu de lo fantástico (…) Lo que le da vida es la vacilación”. Así sucede que Benincasa parece imaginar con vaguedad lo que en verdad le sucede, vacila, y con él, el lector: “Creyó notar que el suelo oscilante se volvía negro y se agitaba vertiginosamente”. Creyó. Allí la herramienta capital. Benincasa creyó que veía algo, como antes había creído que le hormigueaban las piernas: “Como si tuviera hormigas… La corrección –concluyó”. El anticipo de Benincasa (de Quiroga) parecería premonitorio, y es este y otros anticipos en lo que se sostendrá el golpe final, cuando la corrección lo devore. Eso datos descolocados ganarán fuerza al final, cuando quede revelado el punto de giro, conformando aquella maquinaria perfecta que hacía el artista del cuento clásico.
No carece de estas herramientas El hombre muerto. La duda, la vacilación, se unen a la falta de técnica, o en este caso, al dominio fallido de la misma. Lo real vuelve a torcerse: ese “saber hacer” del que habla Sarlo, “que no tiene prestigio intelectual ni mayores tradiciones locales en las elites letrada”, esos saberes concretos que “se encuentran en los lugares y las sustancias que la literatura no ha tocado”, son sin embargo un tipo de saber del que Quiroga no puede ni desea prescindir, ya que lo considera providencial, en especial en el monte, donde se presenta como una especie de piedra angular que asegura la supervivencia de quien se vale de ese conocimiento, de ese saber específico que lo protegerá de la vastedad de la naturaleza. Pero ese saber falla: “Mas al bajar el alambre de púa y pasar el cuerpo, su pie izquierdo resbaló sobre un trozo de corteza desprendida del poste, a tiempo que el machete se le escapaba de la mano”. Ante el descuido de ese saber hacer, de la técnica que mantiene vivo al hombre en aquel medio elemental, la naturaleza impone su indiferencia ante todo lo extraño a ella: “nada ha cambiado. Sólo él es distinto.”
La vida de un hombre en su medio, es la historia uno. La muerte, ya no de ese hombre, sino la muerte como entidad viviente, que descansa en la colosal indiferencia de la naturaleza, la dos. Todo el cuento se reviste de agonía, y la proyección del personaje, que hace vacilar al lector, (¿vive y todo es su imaginación?, o bien ¿está muerto y antes de su exhalación final se le viene la vida como un pensamiento fugaz?) no es sino el enfrentamiento a su propia (a nuestra propia) finitud y los datos en donde descansará el final sorpresivo: “La muerte. En el transcurso de la vida se piensa muchas veces en que un día, tras años, meses, semanas y días preparatorios, llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley fatal, aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar placenteramente por la imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el último suspiro”.
Nuevamente vuelve a jugar Quiroga con lo fantástico y la vacilación; sólo la vacilación mantiene con vida en el relato a aquel hombre sin nombre y sin historia, que es uno y todos los hombres: “Tras diez años de bosque, él sabe muy bien cómo se maneja un machete de monte. Está solamente muy fatigado del trabajo de esa mañana, y descansa un rato como de costumbre”.
Como se dijo, aquel hombre sin nombre y sin historia es uno y todos los hombres. Para la naturaleza sólo representa un accesorio, a veces fugaz, a veces intrépido, pero en definitiva un agregado que bien podría omitirse, o en cualquier momento, anularse. Lo propio del hombre no es lo propio de la naturaleza pura, parecería decirnos de forma implacable ésta. No importa si se trata de un aventurero intrépido e imprudente, o de un hombre que ha creído dominarla con el uso de la técnica que la seduce. No importa con qué artefactos se valgan; de qué saberes crean haberse nutrido. “Quiroga –decía Abelardo Castillo– nos enseñó la selva (...) No quiero decir que la describió, quiero decir que nos la reveló. No como paisaje, sino como geografía espiritual”. Es esa espiritualidad de la selva la que en todos los casos se reafirma como elemento autóctono, dejando al hombre en el plano lo exótico, de lo extranjero.
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