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La Palabra como sutura de la Identidad

  • Beto Suárez
  • 20 nov 2017
  • 11 Min. de lectura

El Otro como agente del caos

La década de 1945-1955 cristalizó tensiones que tomaron distintas magnitudes, aunque la que se intenta visibilizar aquí se supedita exclusivamente a la crisis estructural del régimen democrático en torno de dos ejes: la afluencia a la escena política de una enorme masa de

población marginal que defendía las medidas que el nuevo orden peronista proponía como hecho de “justicia social”, por un lado, y los sectores ligados a la oligarquía que reaccionaban a la quita de privilegios cuya potestad se arrojaban como estado natural de las cosas, por el otro.

Teniendo en cuenta esta construcción histórica de un Nosotros que entra en crisis con la irrupción del peronismo, y dejando de lado la Historia como aquella fábula del pasado común, es que se realizará un pequeño derrotero por algunas de las obras más influyentes de la literatura argentina, para comprender de qué manera una matriz literaria se repite a fin de mantener bajo la sombra todo aquello que no se adecuara a los parámetros estéticos con que comulgaba. Es así que se abordará El Matadero de Echeverría y La fiesta del monstruo de Bustos Domecq por un lado, y por el otro, Eva Perón en la hoguera, de Leónidas Lamborghini, que se presenta como la contrapartida necesaria de aquella construcción literaria.

Este breve derrotero de forma comparada servirá, tal vez, para comprender las dos primeras obras en tanto herramientas para corporeizar al miedo como el hilo conductivo y la manera de reagrupar un Nosotros civilizado frente a un Otro salvaje, incivil, informe, mientras que la tercera, se presenta como antítesis directa de la estética histórica imperante.

El malestar en el lenguaje

“La palabra es capaz de registrar todas las fases transitorias, imperceptibles

y fugaces de las transformaciones sociales”.

Bajtin / Voloshinov

El origen de la literatura argentina supone un escándalo: el escándalo de la irrupción del Otro. Algunas de las plumas rioplatenses más fértiles intentaron desde un principio conformar esa otredad, darle forma, según las normas instituidas, sabedores de que lo que no se deja conformar resquebraja cualquier categoría posible, sobre todo una categoría tan frágil como lo es la de Identidad Nacional, en un contexto en el que el régimen democrático capaz de fomentar la cohesión social en sus habitantes se encuentra debilitado, cuando no ausente, como sucede durante todo el siglo XIX en Argentina. Pero ese Otro no sólo escapa a las cadenas de la conformación, sino que se visibiliza con fuerza, impone de forma brutal esa otredad que lo caracteriza, y es en esa irrupción donde se descubre el fracaso en el intento de domesticarlo. Ante aquel fracaso se transforma en inadmisible, y el rol del Otro en la construcción del Nosotros pasa a ser el de anormal, porque está fuera de la norma idealmente aceptable, y todo lo que está fuera de ella pertenece al ámbito de lo prohibido, de lo oscuro, al fin, de lo peligroso. El siglo XX verá en esta situación la razón de ser de una literatura.

Cuando un nuevo orden emerge en una sociedad, subvirtiendo espacios simbólicos, entran en escena las disputas, negociaciones o resistencias de sectores que advierten la pérdida de hegemonía como elemento de estructuración. Nuestro país, inscrito en grandes dimensiones y diversidades físicas, históricas y culturales, presenta una historia imbricada en cuanto a identidades y pertenencias que fueron conformando el tejido social a través de las décadas y con ellas, de distintos proyectos de país, propuestos y delineados en la marea constante de los conflictos ideológicos.

Saussure, siguiendo el principio aristotélico de no contradicción, afirmaba que un elemento nunca es nada en si mismo sino en función de su relación con otro elemento. Es decir, una cosa es diferente de otra porque está en conflicto con ella. La diferencia supone un antagonismo.

En el sentido expuesto y ante el advenimiento del peronismo, entendido como la quintaescencia de los movimientos populares del país, viejos ordenamientos se vieron movilizados, dando lugar a la emergente confrontación en el seno de la sociedad argentina.

El arte, como campo de experimentación de los lenguajes sociales, reflejará esta contienda, y la literatura en particular se verá embebida del clima de época para, una vez más y a través del lenguaje y la palabra escrita, intentar dar forma a una realidad, construir subjetividades, disputar la nominación legítima de un Nosotros país ante un Otro que está fuera, que viene a irrumpir con su caótica existencia el statu quo de una sociedad, que aunque vieja, no se resigna a perder sus privilegios de clase ante el nuevo orden que asoma.

David Viñas afirmó que la literatura argentina es la historia de un proyecto nacional. La política, siguiendo este axioma, es una especie de apotema que atraviesa escritores y obras literarias, y por tanto inscribir a la literatura en un para qué cristaliza esta posición de Viñas como legitima.

De un lado entonces, lo civilizado, el orden; del otro, lo salvaje, caótico. Porque a lo salvaje le corresponde un espacio opuesto al de la civilización: si ésta se centra en la ciudad, lo salvaje se describe en términos de extranjero, de extraño (el gaucho del desierto en Sarmiento, las masas incultas de los barrios suburbanos en Echeverría y Borges). Lamborghini en cambio impondrá una nueva visión que cristaliza en la idea de entender al pueblo ya no como nuevo consumidor sin más, sino como generador de cultura, capaz de interpretar y reinterpretarse en la época que lo circunda. Irrumpe con esta poética no canónica, que podríamos determinarla no como la poética del adormecimiento, sino como una que intenta potenciar esa arista revolucionaria desde un texto cortante y violento, que interpela, que genera accionar, pero que en ningún caso genera indiferencia.

El discurso que pretende establecerse como único, y por tanto repetirse y restablecerse históricamente como aquel que debiera ser, entiende bien su importancia en el campo social a fin de conformar una idea de identidad. Por eso insistirá en que la peligrosidad de aquello que es salvaje consiste en la posibilidad de correrse de ese espacio errático y caótico, que es el afuera, y medrar en la civilización. De allí podemos inferir que la forma tradicional de relacionarnos con lo salvaje, con lo Otro, sea en términos de invasión: el espacio del nosotros civilizado está, desde el discurso, continuamente en peligro de ser invadido.

En El matadero, por ejemplo, Echeverría evocará tempranamente esta característica mediante imágenes poéticas y metafóricas: “Sucedió, pues, en aquel tiempo una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro”. La ciudad estaba inundada, sitiada, pero lo que en verdad sometía y subyugaba la libertad del hombre era algo tan temperamental e inabarcable como el propio elemento que se describe: los Federales, cuya humanidad era puesta al servicio de la duda bajo la representación de lo animal: “multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa”.

Poco más de un siglo de escrita la obra de Echeverría, Borges y Bioy desentierran en La fiesta del monstruo la misma construcción: la presencia del Otro supone el peligro de la invasión, y se continúa la idea de aquel Otro como animal, bajo la forma de “aluvión zoológico”, utilizando el disfraz retórico de la hipérbole para justificar el propio vocabulario empleado en el relato, que se inscribe como el de masas incultas: “Soñé con los modernos temarios que están en el marcador: el Monstruo me había nombrado su mascota y, algo después, su Gran Perro Bonzo”, o “Todos bramábamos como el pabellón de los osos y nos rechinaban los dientes”. Se va preparando el arribo de aquellas multitudes elementales, animalizadas, que no repararán en el escándalo que provocan a la civilización sus “patas en la fuente”, como bien inmortalizaría el propio Lamborghini. El afuera, en tanto extraño, extranjero, se prepara para invadir la ciudad civilizada. El oscuro conurbano se envalentona dispuesto a arrasar la ciudad para vociferar ante su líder monstruoso: “No pensaba más que en el Monstruo y al otro día lo vería sonreírse y hablar como el gran laburante argentino que es”. Poco le importaba a aquella caótica multitud la acometida de un crimen abyecto cuya impunidad dejará en la apatía cualquier intento de conciencia: “el primer cascotazo lo acertó, de puro tarro, Tabacman, y le desparramó las encías, y la sangre era un chorro negro. Yo me calenté con la sangre y le arrimé otro viaje con un cascote que le aplasté la oreja y ya perdí la cuenta de los impactos, porque el bombardeo era masivo. Fue desopilante”. Para Borges y Bioy, su enojo, su odio confeso, no era sino el reflejo, la cristalización de aquel Otro que irrumpía en la vida social, que se visibilizaba subvirtiendo los valores, la geometría del diagrama social y las buenas costumbres. Estos animales, estos energúmenos, se verá, ya no eran dueños de sí, ni siquiera fueron un ellos alguna vez, sólo eran la irracional herramienta de la violencia: “a cada revolver le tocaba uno de nosotros”. Y es que este tipo de discurso literario no pretende ni siquiera ser original: le basta acaso con inmortalizar de modo hiperbólico la barbarie de la que se siente ajeno para construir una identidad, un Nosotros, basada en la anulación del Otro.

Pero en determinado momento ese antagonismo se recrudece, y lo Otro, hasta entonces diferente, toma ahora matices de monstruoso. Si los argumentos no se preocupan en ser originales a través de los tiempos, demostrando la matriz de la intervención literaria en la historia y cultura argentina, no ocurre lo mismo con la conceptualización de ese Otro. Una conceptualización que sabe de escalas, porque si en Echeverría lo diferente adquiría, como vimos, formas animalescas, en La fiesta del monstruo –como su nombre ya lo indica– de Borges y Bioy esta idea de animalizar al Otro es superada por la evocación de lo sublime, lo que casi ya no es humano, al fin, lo monstruoso. Aquello que en principio era sólo extraño a nosotros se vuelve un monstruo. Un monstruo es informe, y su falta de forma, y la incapacidad de conformarlo, lo revela extremo, fascinante pero intolerable.

La poesía de Lamborghini, por su parte, ya no será entonces sólo un fenómeno de la palabra, sino también de la Historia, de lo que en ella se percibe, sí, pero aquello que es percibido aun siendo intolerable, inentendible. Michel Foucault, en su libro Las Palabras y las Cosas afirma en este sentido, “que la modernidad se inaugura a partir de una discontinuidad en la epísteme de la cultura occidental que altera el modo en que las cosas se dan al saber. (…) En el siglo XX el lenguaje ya no puede ser imagen de las cosas ni representación de los objetos del mundo, sus palabras ya no son transparentes, no traducen de manera inmediata la presencia de las cosas y mucho menos nos garantizan un saber sobre su sentido”.

La Historia se nos presenta como una gran hoguera que se come la memoria de los otros. Una hoguera que advierte contra la herejía, que quema el pasado y lo transforma en cenizas, y esas cenizas no son sino un imaginario normalizador y antirrevolucionario, hegemónico. Y cómo verdaderas cenizas, ya no arden, sino que se esparcen como con un rumor demasiado tibio. Eva Perón en la hoguera se nos muestra como una representación de Juana de arco, la hereje, la bruja casi, aquella que confronta al poder. Dijimos que la Historia puede funcionar con esa imagen metafórica. Pero la hoguera también representa un gran fuego; un fuego enorme que se compone, se robustece y se aviva al contacto de otros fuegos que abrasaron la escena política, y polucionan el elemento propio de la poética canónica, dinamitando su idea estetizante:

“para mí los obreros:

en primer lugar. para mí los que estuvieron. los que cruzaron

viniendo. los que en columnas alegres. los que dispuestos.

los que a todo los que a morir. para mí los que en diagonales

avanzaron. los que hicieron callar. para mí los que todo el día

los que reclamaban. los que a gritos. los que encendieron:

los que hogueras.

para mí en primer lugar: todos los que: aquella noche.

para mí: todos los que antes.

todos los que ahora.

todos los que mañana.

todos los que: hogueras.

para mí los organizados. los obreros: ¡ellos son!

los que sostienen ¡ellos son!

todos los que antes todos los que ahora todos los que mañana.

el amor de mí.

la esperanza de mí.

para mí el pueblo: ¡ellos son!”.

Daniel Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo advertía sobre una contradicción casi insuperable dada entre el funcionamiento de una sociedad basada en el consenso y en los valores tradicionales, y un arte y una cultura que exaltan la ruptura. Es en esa fenomenología dialéctica en donde se ubica Lamborghini con Eva Perón en la hoguera. La sociedad, dice Bell, no puede respaldar y auspiciar una cultura que se opone a la moral que esa sociedad necesita para funcionar, no puede considerarse legítima una cultura que se opone a la norma social, o que exalta la destrucción de las normas. Está claro que el mundo analizado en Las contradicciones… de Bell ha sido superado por una sociedad sumida en la inmediatez. Sin embargo, aquel ensayo emérito y fundador del posmodernismo, publicado cuando mediaba la década del ´70 se enmarca en la imparable ascendencia de los mass media en el contexto global, y en la definitiva irrupción de la cultura de masas de la década anterior entonces establecida. Como buen liberal económico y político, Bell se presenta en el campo de los social y cultural como aquel dado en conservar lo establecido. No obstante él, las masas populares argentinas irrumpen y ponen en crisis esa estructura obsoleta de las viejas oligarquías que se resisten al cambio, que se escandalizan y utilizan sus herramientas económicas y culturales para hacerle frente en aquella disputa. Lo que va por fuera de su concepción es lo Otro, lo monstruoso que debe dejar de existir. No es posible, por lo tanto, mantenerse impávido ante tanta agresividad, y la solución implícita no podrá ser otra que su exterminio. A los monstruos no se los cura, se los sacrifica, porque no pueden ser algo, ya que de serlo no sólo pondrán en cuestión, sino en peligro, nuestra totalidad. El sacrificio del monstruo supone entonces una consagración: su muerte nos consagra y hace posible nuestra supervivencia. Se intenta anular lo que está fuera del Nosotros y forzar así la construcción de un todo, ya que por fuera del todo no puede haber nada. Esa muerte disolvería el conflicto.

A modo de conclusión

A partir de los continuos cambios y rumbos de la gestión peronista, la clase trabajadora comenzó a ser agente de peso en las decisiones que concernían a la actividad económica y productiva, consecutivamente una serie de medidas permitieron que habitaran espacios que antes eran solo habilitados para las clases que detentaban el poder. La conciencia colectiva de este sector, abrió paso a la construcción de una historia fundamental para el crecimiento de la Nación, en este sentido, las manifestaciones populares y específicamente, las grandes concurrencias en los actos partidarios, inauguraron demostraciones de un sentir en común. Como dice Milanesio, ya no se trata de una justicia social reflejada “en aumentos salariales y precios fijos” sino en la forma en que la irrupción del peronismo opera en la conciencia de estos sectores hasta entonces marginados, en una “nueva manera de entender el derecho del consumidor”, y en ese entendimiento será donde descansará su propia valoración como sujetos susceptibles a consumir para mejorar su calidad de vida, sí, pero también a ejercer el derecho de consumir cultura, una cultura que hasta entonces pertenecía sólo a un sector privilegiado de la sociedad, que no los representaba, y que ahora caía bajo la amenaza de un nuevo espacio cultural hasta el momento acallado en las ignominiosas sombras del olvido y la marginalidad.

El oficio de escritor se ejercerá así, ya no develando un misterio, sino que se presta al discurso y por momentos a la doctrina, intentando con sus suturas literarias reconstruir una identidad fragmentada.

El teórico ruso Mijail Bajtin decía que los signos, los enunciados, son la arena de la lucha de clases. A través del lenguaje y la palabra escrita se intenta dar forma a una realidad, construir subjetividades, se juegan las disputas por la nominación legítima en aquel tortuoso y confuso juego que es el de la Identidad. Entendida en estos términos, la utilización del discurso literario en las obras de Echeverría y Bustos Domecq, por un lado, y de Lamborghini por el otro, intentará funcionar como el hilo de Ariadna: un hilo lazarillo que aporta a vista de sus autores algo de esperanza ante lo errático, lo desordenado, ante aquel caos laberíntico horadado por la idea del Otro, un hilo que supone el camino al ideal de identidad patriótica como un todo homogéneo, y que nos salvará finalmente del monstruo que nos acecha.


 
 
 

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